Dicen que un día, se tomaron con más fuerza y creyeron que sus dedos podrían quebrarse. Casi como un acto reflejo, se soltaron para evitar lastimarse. Una de ellas permaneció inmóvil, los anillos con puntas relucientes que su compañera lucía por esos días, lastimaron sus extremidades y la sangre sucia que se había derramado ya no la hacía tan bella. La otra, por el contrario, comenzó a agitarse, en la aparente búsqueda de alguna que cubriera sus expectativas de belleza y la cual pudiera tomar, no vio tal cosa en ese lugar, y por ello decidió marcharse.
Un nuevo invierno llegó y el aire helado se aproximó para intentar rasgar la piel. Una mano se ocultó bajo un guante verde muy grueso para defenderse del frío decorado con soberbios destellos que surgían de piedras preciosas, pegadas en líneas estrictas que había trazado con urgencia. La mano más pequeña se ocultó en un guante violeta que había tejido en algunas noches, de un lado le cosió algunas estrellas, del otro tapo algunos agujeros que por orgullo no quería mostrar ya que no quería que la otra viera la sangre sucia, si se la llegara a cruzar.
Finalmente se las vio bajo la misma luna y en la misma ciudad. El invierno se fue y ya casi no se recuerdan las heladas por acá. Las dos con sus guantes aunque se percibieron no se pudieron encontrar, tanto guante no es necesario pero no se lo pudieron sacar. La mano pequeña se asomó por un agujero y pudo distinguir su figura, añora las caricias que fueron pero no tuvo el valor de irlas a buscar. Quizás sea el momento de dejar de ocultar.
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