domingo, 23 de octubre de 2011

para siempre

   Muchas de sus tardes se sentaba en en bar, ubicado en una gran ciudad, tenía algunas mesas de madera en la vereda, pero dado que pasaba mucha gente apurada por allí, escogía un lugar puertas adentro. Siempre trataba de situarse en la misma mesa, salvo que estuviera ocupada, se sentaba en una cerca de la ventana y podía ver a su izquierda la gente pasar y a su derecha a otros tantos deleitando una merienda, charlando o pasando el tiempo. Pedía un café, y aunque con frecuencia dudaba en el momento en que el mozo le preguntaba, pedía un café negro, le ponía tres o cuatro sobresitos de azúcar y no comía nada. Como no estaba en su casa y no quería sentirse en un lugar extraño, ponía sobre la mesa el teléfono, un cuaderno viejo y una lapicera negra que le servirían de compañía en los siguientes minutos. Se quedaba expectante algunos minutos hasta que la taza de café llegaba a la mesa y después su mirada se perdía entre la gente. 
   Cuando la bebida ya no podía quemarle los labios, empezaba a tomarla y detrás del vidrio miraba la ciudad como ajena, desenvolviéndose la gente de forma sistemática. Todos caminando rápido, huyendo de las bocinas de los autos y el humo de los colectivos. Después aparecía ella, con una intrigante indiferencia, la que no podía comprender. Ingresaba al bar y se acercaba a la barra con una vergüenza que a él, le daba ternura. Pedía un café para llevar, o a veces varios, conversaba un poco con el cajero y una vez listo su pedido se iba arrojando un cordial saludo al aire que decía buenas tardes, y que por supuesto él respondía con una sonrisa. 
   Sin mucho más que pretender allí, retomaba las actividades que finalizaban en su casa. Era una rutina bañarse después de comer, preparar lo necesario para empezar el siguiente día temprano y después recostarse en la cama escuchando algún disco que lo ayude a relajarse. Antes de que el día llegará a su ocaso, llegaba ella, ahora sí para darle toda su atención. Ella se sentaba en el borde de la cama, le regalaba una caricia y un beso en la frente, podían quedarse hablando por horas, riendo, o se quedaban acostados juntos susurrándose deseos hasta quedarse dormidos. Él solía cantarle y admiraba su belleza que permanecía en su mente aunque tuviera los ojos cerrados. 
   Cuando despertaba se encontraba sólo, la mujer ya había partido. Se sumergía nuevamente en la rutina hasta llegada la noche, en la que ella volvería al hogar para compartir un momento juntos. Muchas tardes volvía al bar, que se encontraba cerca de donde ella trabajaba, se disponía a comenzar el ritual, sentado en la mesa, pidiendo su café negro y mirando la gente pasar hasta que aparecía entre la multitud para que desde un rincón  pudiera tomar su saludo de despedida. Por lo general iba sola, siempre era muy amable con los demás, y también en ocasiones se presentaba con una amiga o con un muchacho al que tomaba del brazo. Él había concluido en que, ese hombre era un asistente que la acompañaba cuando se sentía mal, ya que ella se sujetaba de su brazo para caminar y él se encargaba de llevar el café. Cuando esto pasaba, ya en la casa tomaban juntos un té con algún sedante para que pudieran descansar y levantarse como nuevos. 
   Los días se transformaron en meses, y empezó a incomodarle el hecho de que evidentemente sus proyecciones no eran las mismas que las de ella. Soñaba con pasar una vida a su lado y la extrañaba, quizás las horas nocturnas ya no le alcanzaban. Sin duda surgió una angustiosa molestia que crecía con la indiferencia que la joven llevaba a cuestas cuando transitaba por el bar, pero él noto que ella tampoco estaba conforme con la situación, de hecho cada vez era más frecuente que su asistente tuviera que acompañarla, porque se sentía mal. Fue entonces cuando desesperó buscando soluciones.
   Una noche, la esperó después de ducharse. Cuando llegó le sonrió y la abrazó. Tomó sus llaves y las de la mujer y las arrojó por la ventana, luego la cerró para que el frío no llegara a la habitación. Le prometió una noche eterna y ella gustosa se quedó a su lado, acariciando su rostro. El hombre cerró los ojos y aún la podía ver, más hermosa que nunca. Tal situación lo llevó a confesarle su malestar, comenzó a llorar al decirle que la extrañaba y que no deseaba separase de su lado. Ella le preparó un té y le dió algunos sedantes para que pudiera descansar, se acostaron en la cama y lo abrazó. Ella le juró que se quedaría allí para siempre y le acarició el cabello hasta que se pudo dormir. 
   Unos días después, la puerta fue violentada para convertir la paz en sombras. Un par de hombres que llevaban en su cara la tragedia, ingresaron en la habitación en donde yacía el cuerpo de un hombre solo, que ya no respiraba.




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